
Durante décadas, la justicia en México ha estado secuestrada por un sistema diseñado para proteger los intereses de unos pocos. En este país, donde la desigualdad ha sido históricamente estructural, no es exagerado afirmar que más que perseguir el delito, nuestro sistema judicial ha perseguido la pobreza. Se ha criminalizado a quien menos tiene, se ha castigado la necesidad, y se ha protegido a quienes pueden pagar su inocencia.
El 1 de junio es una fecha crucial para nuestro país. Una jornada que puede marcar el inicio de una verdadera transformación del Poder Judicial, un poder que, hasta ahora, ha sido uno de los pilares más resistentes al cambio profundo que exige el pueblo de México. La reforma judicial que impulsa el movimiento de la Cuarta Transformación no nace de un capricho ni de una revancha política, sino de la urgencia de construir una justicia con rostro humano, una justicia que se parezca al México real.
¿Cómo se puede hablar de imparcialidad si el acceso a la justicia depende de cuánto puedes pagar, a quién conoces, o del apellido que llevas?
La reforma al Poder Judicial es una deuda histórica. Es la oportunidad de democratizar uno de los poderes más alejados del pueblo. Elegir a jueces y magistrados por voto popular no es una amenaza, es un acto de dignidad democrática. Es devolverle al pueblo el derecho de decidir sobre quienes imparten justicia en su nombre.
Sé que hay voces que alertan sobre riesgos. Pero, ¿no ha sido más riesgoso un sistema en donde la justicia ha sido privilegio de unos cuantos? La transformación que promovemos no busca debilitar al Poder Judicial, busca fortalecerlo, someterlo a la legitimidad del pueblo, devolverle credibilidad, transparencia y sensibilidad social.
Este 01 de junio no está en juego sólo una reforma legal. Está en juego el derecho del pueblo a vivir en un país donde la justicia no se mida por la cartera, sino por la verdad. La justicia no puede seguir siendo un lujo. Debe ser, de una vez por todas, un derecho.